El pasáu, a fuercia de dir perdiendo la so cotidianeidá pol camín,
preséntasenos como un conxuntu d'acontecimientos fabulosos, estraordinarios, en
contraposición a la vida metódica y rutinaria que, en mayor o menor midía,
tenemos toos. De xuru qu'esto siempre foi asina, y los mesmos protagonistes
d'aquellos asocederes sentiríen daqué especial al escuchar vieyes hestories
ensin decatase de que ellos mesmos taben faciendo, y viviendo, Hestoria.
Afortunadamente esti cegatón nuestru ye'l que nos permitió, durante sieglos,
guardar eses hestories, nunca escrites, pa que finalmente llegaren a nos.
Siendo yo nenu, alcuérdome de los cuantos que dicía la xente al rodiu'l
Castiellu de Tudela. Recuerdo cuntar que hebía un pasadiellu que, dende'l mesmu
castiellu aportaba a la vera'l ríu Nalón, y que fasta pocu tiempu ha entá podía
entrase. Teo reconocer que, na inocencia d'aquellos años, dalguna vegáa
percorri la vera'l ríu tratando d'acolumbrar dalguna resquiebra ente la tierra
que aportare al famosu pasadiellu. Col tiempu, y referente al mesmu oyí otres
versiones. Unes dicíen que'l pasadiellu diba dende'l Castiellu al Palaciu
d'Olloniegu, que si dientro hebía una pitina d'oru colos sos pitinos, tamién d'oru. Ayalgues de los Moros lexendarios que ellí vivieron, y que no alto'l
picu Berrubia, dexaren escritu n'una llosa el llugar nel cual taben tapecíes.
|
El mensax de la ayalga los moros nel Berrubia |
Col pasar de los años foron llegando a les mios manes otres lliendes más
lliteraries que, la verdá seya dicha, nunca nun oyí cuntar pol mi pueblu,
Tudela Agüeria, lo cual tampoco quir dicir que daquién nun les conocieren. La
primera atopela na Enciclopedia Asturiana primeru y llueu nel llibru
"Historias y Leyendas de Asturias" de Miguel Arrieta Gallastegui, con
escases variaciones. La segunda llienda recoyola el dúo de illustres
folckloristes asturianos Fermín Canella y Octavio Bellmunt na so magna obra
"Asturias", espublizá ente los años 1895 y 1900. Dambes dicin asina:
EL MORO QUE TRAJO LA DESGRACIA AL CASTILLO DE TUDELA
Era señor del importante castillo de Tudela,
un tal Ares de Tudela, un anciano caballero que había servido bien a su rey y
que trataba de llevar a bien sus últimos días en este mundo cazando cuando
podía y cuidando de su única hija, Irene, bella como lo había sido su madre e,
igual que ella, laboriosa, discreta y educada. Las escasas visitas que recibían
eran agasajadas con todo tipo de detalles y comodidades, por lo que pronto se
hizo conocida en toda la comarca la hospitalidad que allí se repartía, así como
la belleza y finura de trato de la hija de Don Ares.
Un día, al caer la tarde, estaban padre e hija
cómodamente instalados en su salón, cuando oyeron unos gritos en la puerta y
unos fuertes aldabonazos. Al poco, apareció por allí uno de los criados
avisando que había un moro en la puerta que decía estar perdido y que
solicitaba asilo en el castillo. Don Ares, que no hacía distingos de ninguna
clase cuando se trataba de dar refugio a viajeros, ordenó que lo hicieran
pasar, que lo instalasen en las habitaciones de invitados y que, una vez
reconfortado del cansancio del viaje, se presentase ante él. Así lo hizo el
siervo, no sin antes poner reparos a dejar entrar un moro en el castillo; pero
Don Ares era así y no se podía discutir con él. Hicieron entrar al moro, lo
llevaron a sus habitaciones y, una vez se hubo cambiado las ropas de viaje por
otras más limpias y más apropiadas, lo presentaron ante Don Ares, que esperaba
en el salón con su hija.
|
Cazando al osu |
En mala hora hicieran
todo esto, pues la hija de Don Ares, que ya había sido galanteada por múltiples
caballeros y que nunca había hecho mucho caso de ellos, quedó al instante
prendada del joven moro, de su tez morena, de sus maneras suaves y educadas, de
su voz cantarina a veces y risueña siempre. Mandó Don Ares que trajeran de
cenar, contento también de que algo rompiera la rutinaria actividad del
castillo, y entre historias de viajes y costumbres de lugares lejanos, pasaron
buena parte de la noche, sin apenas darse cuenta de lo tarde que se hacía. Al
fin, permitieron Don Ares y su hija que se retirase el caballero y fueron todos
a dormir, con un nuevo brillo en los ojos de Irene, que sus doncellas bien
supieron apreciar.
Al día siguiente, Don Ares invitó al joven moro de cacería y salieron a
primeras horas de la mañana. No llevaban mucho siguiendo las huellas de lo que
parecía un gran oso, cuando Don Ares, algo apartadodel resto de la partida, se
topó con él quedando peor que malherido. Oyeron los gritos y los golpes los
demás y se presentaron corriendo, asustando al oso, que se perdió entre los
árboles y malezas. Con gran presura y preocupación, recogieron el cuerpo roto,
pero aún vivo, de Don Ares y lo llevaron al castillo, donde Irene casi se
desmaya de dolor.
A media noche, Don Ares, que sufría los horrores de la herida con toda
entereza, llamó a su hija y le dijo:
- Irene, hija mía, la que tanto he querido, me estoy yendo poco a poco a
donde me espera tu madre. Calla, lo sé bien, en mi pecho siento una mezcla de
felicidad y angustia que conozco bien; a ella quiero abandonarme, pues hace
mucho que me llama y solo por ti no la escuché. Pero ahora no me quedan
fuerzas... Has de jurarme, sin embargo, en memoria mía y de todos nuestros
antepasados que aquí hubieron y que tan bien al rey sirvieron, que jamás
renunciarás de tu fé y que nunca esta tierra, que tanto nos dio, habrás de
abandonar.
Irene, con los ojos anegados de lágrimas y dolor, así lo juró, y tomando la
mano de su padre, hasta que el último suspiro dio hasta entonces esperó.
Se avisó a los castillos vecinos, se dio aviso al rey de la muerte de tan
gran vasallo, se prepararon dignos funerales y, al fin, el cuerpo inane de Don
Ares de Tudela, sepultura recibió.
El joven moro, que durante todos estos tristes acontecimientos había ocupado
un discretísimo segundo plano, se acercó al cabo de unos días a Irene, y le
confesó su amor. Aún con el dolor en los ojos y la mente transida en los
recuerdos familiares, Irene volvió al mundo, recordó lo que sintiera la primera
vez que viera al moro y, despejando toda duda, a él se confió, acordando que
por la noche marcharían a las tierras del joven, donde una vida de amor y
acomodo los esperaba.
Pero estaban ya realizando los últimos preparativos para partir, cuando un
misterioso fuego prende en todo el castillo.
Rodeados por las llamas, los enamorados deciden escapar por un pasadizo
secreto que Irene conocía y que aún no había sido alcanzado por el fuego. Por
allí se adentraron, asustados y tosiendo por el humo, hasta que llegaron a la
salida. Si esperaban, al fin, respirar puro y congratularse de su salvación, no
tuvieron manera de hacerlo, pues allí en la puerta el cuerpo aún imponente de
Don Ares de Tudela les cerraba la salida con la espada en la mano.
No hubo perdón para Irene
y el moro; el castillo entero se hundió y de él solo quedan unas ruinas
lúgubres en lo alto del Pico Castiello que la gente que trabaja por las laderas
vecinas evita siquiera mirar.
|
El Castiellu vistu dende'l Berrubia |
Destaca de esta llienda el
cálter moralizante al vese los enamoraos castigaos tres francer ella la
pallabra dada al padre nel lechu de muerte. La fé, la obediencia asina comu
otres cualidaes femenines (ardicera, discreta) pónense penriba de los instintos
más carnales. Aunque nun tengo idega de la antiguedá d'esta hestoria lo ciertu
ye que retrotaime más a dómines romántiques (sieglos XVII-XVIII) que a tiempos
medievales a diferencia d'otros cantares y romances asturianos. Por otru llau,
también tengo atopao esta mesma llienda casique ensin diferencies pero refería
a otru castiellu de Tudela, el de Navarra.
La segunda como ya cunté recoyeronla Canella y Bellmunt na so obra
"Asturias". El rellatu que continúa foi escritu por un militar
lluanquín, Nicolás Castor de Caunedo y Suárez de Moscoso. La dubia tá en si la
mesma ye frutu del maxín del gozoniegu o si ye una lliteralización d'una
hestoria más antigüa. Sofitando esta posibilidá ta la presencia de numberosos
puntos comunes en dambos, comu'l extranxeru acoyíu, la caza'l osu o la fía que
fuxe por amor escontra'l sentir del padre, asina comu'l castigu que reciben los
amantes por dicha decisión. Diz asina:
SI LA FICISTE EN PAJARES,
PAGARASLA EN CAMPOMANES
A nombre de Alfonso V el Noble, gobernaba la antigua fortaleza de Tudela el
conde Fruela-Ramírez, guerrero encanecido en cien combates.
Luengo tiempo era pasado,
desque perdiera á su esposa, y le restaban por únicas prendas de su enlace dos
hijos, Roderico-Frolaz, tipo de valor y virtudes caballerescas y Adosinda,
bella cual la rosa recién nacida, y dulce y cariñosa cual paloma que se
cobijaba en las pardas almenas del castillo.
Desde sus primeros días la
doncella fuera prometida á su pariente García de Valdés, doncel de preclaro
linaje y muy amado del conde Fruela por su destreza y valor en la caza y en la
guerra. Mas Adosinda, que pasara su infancia con García, no sentía por él otro
cariño que el de hermana, y jamás la idea de su desposorio le había hecho
sonreir.
Desque algún tiempo llovieran sobre la noble familia, que en Tudela moraba,
desdichas sin cuento. Sus ganados, que pacían en los valles de Omaña y Babia,
fueron robados por los feroces soldados de Almanzor: sus caserías reducidas a
cenizas, y multitud de sus vasallos y esclavos, llevados á Córdoba, en cuyas
mazmorras gemían también Roderico-Frolaz y García Valdés, sin lograr romper sus
cadenas por más que se ofreciera al Califa un riquísimo rescate.
Huía el otoño y los árboles
se despojaban de su ropaje de pardas hojas, cuando cierta tarde, que la niebla
cubría con un velo de gasa el valle de Tudela, se veía asentada Adosinda á una
ventana del salón bizantino de la fortaleza. Un laud abandonado á sus piés y
las inquietas miradas que á lo lejos dirijía, mostraban, que ya fatigada de
repetir las viejas cantigas que su nodriza le había enseñado, aguardaba
impaciente á su buen padre, que con los nobles de las cercanías fuera en busca
de os ferocísimos osos que se dejaran ver aquellos días y causado terribles
estragos.
De pronto, resonaron en los
confines del valle voces, relinchos y ladridos, y se dejó ver el conde. A su
lado venía un joven desconocido de aventajada estatura, bizarro porte y varonil
belleza.
Su vista causó en Adosinda
una sensación que no percibiera jamás. Un lijero estremecimiento recorrió todos
los miembros; su seno palpitó con violencia bajo el jubón de damasco, que
dibujaba atrevidamente su esbelto cuerpo, y con el blanco cendal que en la mano
tenía, hubo de acudir á sus hermosos ojos, humedecidos con dulces lágrimas.
-¡Ea!- dijo Fruela-Ramírez al entrar en el salón, -abrázame, mi querida
Adosinda, y dispón se agasaje cumplidamente á este valiente extranjero que
acaba de libertarme de las garras del oso más feroz que se crió en nuestros
montes. Por la Virgen de las Batallas, que es de brazo y brío este joven
cazador. ël desafió á la fiera cuerpo á cuerpo, y le clavó el venablo como
valiente montero, cuando iba á despedazarme, como lo fué el Rey Favila. ¡Que
echen al fuego una encina entera!... Que se llenen jarros de sidra y vino de
pasa el monte, y que nos sirvan pan de fisga, cecina y jamón de jabalí. Venimos
hambrientos como lobos.
|
Escena de caza nun capitel románicu |
Los cazadores se sentaron
atropelladamente en derredor de una tosca mesa, y se dió principio al rústico
banquete, animado por el más estrepitoso regocijo, en tanto que los jóvenes
labradores danzaban en derredor de los dos muertos osos en el patio de la
fortaleza.
Fruela-Ramírez, después de apurar, más de una vez, su ancha copa de plata,
descargó sobre la mesa su fuerte puño y dijo:
- Brindo por el joven que
tan bizarramente destrozó a la fiera.
Todos aplaudieron con
algazara, y el desconocido, dando gracias con cortesano ademán, propuso otro
brindis por Adosinda, lamentándose que tan bella joya estuviese oculta en aquel
retirado castillo, cuando debiera ornar la morada de los Reyes.
-¡Por Cristo!- gritó el
conde de Tudela.- Si no hubiera desde que nació destinado su mano, sería para
ti, mi querido huésped, por más que en mi linaje no hay ejemplo de casar con
extranjeros.
Entonces, invitado el joven,
contó con breves palabras su historia.
Llamábase Iñigo Garcés, y
nacido en los valles de la Borunda, en Navarra, se educara en el monasterio de
Leire. Herido peligrosamente en una batalla con los moros, de la que mostró una
reciente cicatriz que dividía su frente, hiciera voto de ir en remoría á San Salvador
de Oviedo. Al regresar á su país tuviera la suerte de encontrar a
Fruela-Ramírez.
Adosinda escuchaba con embeleso al valeroso mancebo á quien debía la vida de su
buen padre, y bebía de sus ojos el veneno que se inoculaba en su alma.
|
Les ruines del Castiellu |
Iñigo, aquella misma tarde,
juró amor eterno á la noble doncella, y escuchó también de los labios de ésta
dulcísimas palabras de esperanza y de ventura.
II
Se pasaron muchos días.
Adosinda perdiera el bello
matiz de sus mejillas y el brillo de sus ojos.
Una nube de tristeza
envolvía su pálido semblante.
Iñigo, avergonzado de su
larga ociosidad, habló tímidamente de la guerra, de su rey, de su país, y
demandó a su huésped licencia para abandonar aquella para él tan encantadora
mansión.
Abrazóle cordialmente, cambió con él su espada en señal de amistad eterna, y
despidiéndose respetuosamente de la hermosa doncella, previno á su escudero
aprontase los caballos al rayar el alba. Esta era la hora en que solía dejar el
lecho el conde de Tudela.
- Que vayan á buscarme á Adosinda-, dijo con semblante adusto.- He tenido esta
noche tristes ensueños, y quiero que me cante con su laud las trovas guerreras
de nuestra patria, para ahuyentar mi negro humor.
- Señor,-dijeron las
camareras de Adosinda- vuestra hija no está en el castillo; la hemos buscado y
no ha parecido.
Furioso el conde, como el
león herido, y volando cual la saeta huída de la ballesta, corría á los pocos
momentos, seguido de sus fieles servidores, atravesando los montes, los valles,
los precipicios y los arroyos.
-¡Oh, mi fiel caballo,
decía! - Mil veces has llevado á tu señor al combate, á la victoria; muchas le
has libertado cuando estaba herido del alfange sarraceno. Hoy no te confía su
salvación, sinó su venganza. Oh, sí, tomaré venganza sangrienta del aleve
extranjero que con palabras de paz me robó mi joya querida...
Pasaron, en fin, al pié de
la sierra de Arbas.
Los caballos, cubiertos de
sangrienta espuma, y con sus costados desgarrados por los acicates, iban á
sucumbir á la fatiga; mas por un último esfuerzo treparon hasta la elevada
cumbre.
Allí Fruela tendió sus
ansiosas miradas; mas nada descubrió.
-¡Adosinda!- gritó muchas
veces con poderosa voz,- y solo le respondieron con sus graznidos los cuervos,
huyendo á la copa de los altos pinos.
Lanzó un sordo gemido y sus
cabellos grises se erizaron, é inclinando la cabeza sobre el pecho, quedó
sombío como un fantasma, y con acento inexplicable en que se mezclaba la
ternura y el furor, exclamó:
-¡La he perdido!
III
La infeliz doncella hubo de
llorar bien presto las consecuencias de su error. Iñigo era el más pérfido de
los hombres, y después de algunos días de amor y de delirio, abandonó á su
desventurada víctima, que cual la antigua pecadora de Magdalo, se retiró á una
gruta en lo más espeso de un monte.
Allí, cubierta de pieles,
teniendo hierbas por único alimento y por lecho una piedra, pasó una vida de
expiación y penitencia.
En sus últimos instantes,
reveló al sacerdote que le prodigó los auxilios de la religión, su nombre y su
desgracia, y le encargó pidiera á su desconsolada familia su perdón y el de
Iñigo.
IV
En los espesos jarales de los montes de Pajares, resonaba el 18 de octubre de
1305 la bocina del Rey de Navarra, Sancho el Mayor.
Venía el poderoso monarca
con lucida escolta en peregrinación á Oviedo, con objeto de venerar las
reliquias de la Cámara Santa, y de abrazar á su cercano pariente el Obispo de
Poncio, é interrumpiera algún tanto su viaje para solazarse con el ejercicio de
la caza.
Había echado pié á tierra, y con algunos monteros, marchaba cautelosamente
entre la maleza, siguiendo el rastro de un jabalí que se avistara poco antes,
cuando salieron á encontrarle dos hombres que vestían el pardo sayo de los
montañeses.
-Señor, -dijo al Rey uno de
ellos, -venid por este sendero y vereis la fiera cobijada hacia aquellas
peñas,- y extendió el brazo mostrándoselas.
El Rey siguió á los guías y
muy breve se encontró en cierta explanada formada por los leñadores en medio de
la espesura, y donde se veía una caverna cavada por la naturaleza al pié de una
altísima roca.
Entró osadamente, mas se
detuvo sorprendido al divisar en el fondo de aquella gruta, en vez del jabalí
que buscaba, un tosco monumento funerario compuesto de piedras amontonadas en
forma de pirámide, que sostenían una cruz de madera.
Uno de los montañeses le
dijo con terrible acento:
- He aquí la tumba de
Adosinda, de tu desdichada víctima.
- Ahora bien- dijo el otro,
que era Roderico Froilaz, -somos dueños de tu vida; más aunque de ello no eres
digno, habremos de quitártela cual cumple á caballeros. Combatirás conmigo, y
si yo sucumbiese, mi buen hermano García de Valdés me vengará. Esta espada que
cambiaste por la de mi buen padre y en la que no olvidarás estaba tu nombre
escrito, será el instrumento de tu castigo.
El Rey de Navarra era el más
valiente de los guerreros de aquel tiempo, mas el delito acobarda.
|
Sancho Garcés III el Mayor, rei navarru |
Retrocedió espantado y con voz trémula gritó:
- A mí, navarros!... que
asesinan á vuestro Rey!
-¿Será posible?- dijo
Roderico con el tono del desprecio, -eres tú el que la fama pregonaba de
valerosos? ¡No te salvará tu cobardía, miserable!...
Levantó entonces la espada
con vigoroso brazo... iba a dejarla caer sobre la cabeza del Rey... cuando se
vió cojido por cuatro ballesteros que acudieron.
-Ya lo veis- les dijo D.
Sancho,- estos miserables son sin duda enviados por mi cuñado Bermudo, Rey de
León. En el instante, sin piedad, que paguen su crimen con la muerte.
García de Valdés, por un movimiento rápido como el pensamiento, logró desasirse
de los navarros y corrió á ocultarse entre los matorrales; mas el desgraciado
Roderico fué en el momento atado al tronco de una encina y asaetado. Su cuerpo
quedó insepulto y abandonado á las fieras.
El Rey dió por terminada la
batida y continuó tristemente el camino de Oviedo.
Tres horas después llegaba
al pueblo de Campomanes, y de pronto se oyó el silbido de una saeta que cual si
fuera dirijida por la mano de Dios, fue á clavarse en su corazón derribándole,
muerto, del caballo.
Corrieron furiosos sus
guardias y monteros en busca del matador, que era García de Valdés, mas no
lograron encontrarle.
Entonces tomaron la
insensata venganza de incendiar el pueblo que fuera teatro de tan terrible
suceso; y las maldiciones, gritos y lamentos de las mujeres y ancianos, que veían
convertidas en pavesas sus viviendas, fueron el único canto fúnebre que se
entonó sobre el yerto cuerpo del más poderoso monarca que viera España desde la
irrupción de los sarracenos.
Dios jamás deja impunes los
delitos y escribió en su sagrado código: "El que á hierro mata, á hierro
muere".
Este terrible al par que
consolador sentencia, desde aquel acontecimiento corre de boca en boca entre
los aldeanos de Asturias, traducida en el proverbio: Si la ficiste en Pajares,
pagarásla en Campomanes.
Pa dir finando, habría que
recordar unos versos, pertenecientes a Tirso de Avilés, que dicían "el
castillo de Tudela, en aquel alto collado, por Tubal fue fabricado",
faciendo referencia al personaxe bíblicu Tubal, descendiente de Caín, que
sedría el padre o fundador de los pueblos que habiatren la península ibérica en
dómines antigües, lo que vinía a dicir que'l asentamientu yera anterior a la
llegada de los fíos de Roma.
Munches hestories y lliendes en definitiva que entá
güei resuenen ente les escaecíes muries que, baxo la sebe que medra, lleven
viendo pasar sieglos y sieglos de la Hestoria asturiana.