Suena
la sirena. Un agudo sonido que recorre los muelles, los talleres, los
tinglados. Avisaría a la gente del fin de turno. Pero ya no queda nadie. Un
sistema automático sigue accionando el sistema cada mañana. Cada tarde. Pero en
la factoría ya sólo queda un único empleado, un vigilante de seguridad que
parsimonioso se recuesta sobre su silla en la garita buscando el flujo de aire
que despide un pequeño ventilador. Es agosto y el sol, cayendo a plomo, abrasa
los viejos tejados de uralita de los talleres.
Pasaron
ya los años de ajetreo, de intensa actividad fabril con cientos de obreros
moviéndose cual hormigas. Cada uno con su función, su especialidad, creando de
la nada las monstruosas moles metálicas de los containeros, los quimiqueros,
graneleros o pesqueros factoría. Hombres que se adentraban en las entrañas de
un doble fondo a soldar en posturas imposibles las planchas de metal,
respirando en una atmósfera viciada por los gases, los ojos llorosos por la
irritación tras tantas horas quemando electrodos. La piel, curtida, con las
innumerables quemaduras de las chispas que poco a poco han ido perforando la
ropa de trabajo. Hombres impregnados del olor a grasa y el aceite, montando
cojinetes, alineando cigüeñales, pistones, cilindros y culatas. Mecánicos de
llave inglesa y diferencial. Tuberos tendiendo líneas. Electricistas poniendo
sentido a un laberinto de cobre y plástico. Pintores de sueño cambiado. Noches
en vela entre nubes de pintura volatilizada y vapores de disolvente. Hoy ya no
están. Ni se les espera.
Las
crisis del sector arrasaron con las factorías. La competencia con los
astilleros chinos, coreanos o turcos, imposible. La dejadez y abandono de los
gobiernos, la puntilla. El tiempo hizo el resto. Otrora bandera y emblema de un
pueblo, de una ciudad, de una clase obrera, ya no son más que viejos recuerdos,
nostalgias de un jubilado.
Nostalgias
de una época de grandes industrias en las que trabajaba mucha gente. Por
entonces aún utilizaban la palabra “compañeros”. Todos se conocían, todos eran
vecinos del barrio. Y todos tenían su nombre de guerra, ese apodo que hacía de
cada uno un personaje único entre los centenares de trabajadores.
Nostalgia
de mi niñez. Párvulo en un colegio en el que casi todos los críos vivíamos del
salario que nuestros padres ganaban en los astilleros. Y yo, como cualquier
otro niño del barrio, sentado a la mesa de formica, con un plato de duralex
delante. La sopa, humeante. Y grabado a fuego en mí un recuerdo indeleble. El
de mi padre. Con la mirada al frente sin ver, soplando la cuchara antes de
llevársela a la boca, comiendo apresurado en el descanso a media jornada, antes
de tener que volver al tajo, al grupo electrógeno, la careta y el electrodo. Tiempos
duros de regulaciones, despidos y cierres. Tiempos revueltos de barricadas,
pelotas de goma y gomeros. Batalla cruenta que terminó en derrota. Uno tras
otro, todos fueron cerrando. Y poco a poco desapareció un modo de vida, el del
barrio obrero, el del sentimiento de clase.
Termina
su lamento diario la sirena. Cualquier día aparecerá un técnico que
desconectará el programador. Y se hará el silencio. Un silencio definitivo como
losa de piedra sobre la tumba del muerto. Pero este muerto ya no tendrá quien
lo vele, quien le dé un último adiós, quien rece por su alma. Si acaso, sólo en
la nostalgia de algún viejo jubilado.
Gran viaje entre estas líneas
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