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sábado, 13 de diciembre de 2014

El panteón de Argandenes



Suele decirse que la muerte iguala a los hombres. Ricos o pobres, famosos o anónimos, felices o desgraciados, todos pasamos por ese trance ineludible. Pero, y aunque parezca un sinsentido, no siempre somos conscientes de que el hombre muere dos veces.



  
La primera es la obvia, la principal, la física. El cuerpo humano, atacado por la vejez, la enfermedad, por agresiones físicas, colapsa como organismo pluricelular complejo. La muerte física que desemboca en un proceso de descomposición de resonancias tan desagradables a nuestros sentidos más delicados. Un proceso que asevera lo contenido en la famosa cita bíblica de “polvo somos y en polvo nos convertiremos”.


 La segunda, involuntaria, acontece normalmente mucho más tarde que la primera. Es la muerte de la memoria, la que se produce cuando fallece físicamente la última persona que guarda constancia de nuestro paso en la vida, cuando desaparece la última persona que, aunque vago o difuso, conservaba el recuerdo de nuestra pasada existencia. Pueden ser dos, tres o cuatro generaciones. Tal vez más si la obra en vida ha dejado honda impronta. O si los libros lo mantienen en negro sobre blanco. 

Esta segunda muerte, más que la primera, ha sido el motor fundamental en la vida y obra de multitud de personas que, de un modo u otro, han consagrado sus esfuerzos en vida a dejar un legado que los atara permanentemente a la memoria de los vivos. Hay hombres que han levantado imperios, provocado hecatombes. Hombres que han iluminado las sombras de nuestro conocimiento o que lo han sumido en oscuros pozos de intolerancia y crueldad. Hombres que han hecho las delicias de nuestros sentidos artísticos o han agitado nuestras conciencias con sus palabras o letras. Hombres que han inflamado los corazones de las masas en pos de un ideal o han regado la tierra con la sangre de millones de infelices. Para bien o para mal han dejado su huella que perdurará más o menos en el tiempo, aunque, al final, terminarán diluyéndose en el amplio océano del olvido.


 Hay intentos más modestos de pasar a la posteridad, bien sea por falta de recursos o por insuficiente motivación: un retrato, un nombre para una villa o un mausoleo. 

Argandenes, pequeña aldea piloñesa de evocador nombre, se asienta en la ladera sur del monte Cayón, mirando por encima de la villa del Infiestu. Caseríos dispersos, huertos y prados, hórreos, algunos chalets de moderna factura, los restos de un castro y una antigua necrópolis altomedieval a los pies del moderno camposanto parroquial. Esto es en pocas palabras Argandenes.

En el cementerio actual, ocupando la esquina SE del recinto se levanta un viejo mausoleo, un panteón familiar en el que reposarían juntos los distintos miembros de una rama familiar,  al tiempo que serviría para hacer perdurar su recuerdo entre la descendencia. Desconozco la fecha exacta de su construcción, pero por su arquitectura modernista no sería descabellado situarla en los primeros años del siglo XX, levantado quizás por algún indiano local retornado a la tierra que lo vio nacer o por algún hijo de la aldea que prosperó más allá del labrantío.


 A día de hoy, quizás 80, 90 ó 100 años después de su construcción, el estado de dejadez, de abandono y ruina del mausoleo nos hace pensar en que sus moradores quizás hayan cruzado ya la frontera de la segunda muerte, y que su recuerdo haya desaparecido de entre los vivos. Quizás aún no. Quizás aún se conserve en la memoria frágil de algún anciano. Quizás la puerta rota, los azulejos descascarillados, el verdín que ennegrece las molduras de la bóveda, las cristaleras rotas o la vegetación que medra por los rincones aún no impliquen la desaparición de su recuerdo, pero, al menos, ya lo anuncia. Queda, sí, el pétreo monumento, el remedo moderno del arcaico dolmen neolítico, que al visitante esporádico, casual, le transmite que, allí, como en tantos lugares, alguien intentó no morir del todo, que su memoria no se perdiera en el transcurrir de los años venideros. 




Quién sabe si, con estas líneas, no les habremos hecho ganar algún tiempo, si habremos prolongado su presencia entre nosotros un poco más. Quién lo sabe.