Lo
que narro a continuación no es ni una leyenda ni un cuento inventado por mí, es
una vieja historia familiar que le habría ocurrido a mi bisabuelo hace unos 75
años. Solamente le he dado un poco de ambientación literaria, pero sin alterar
un ápice los hechos. No es fácil de creer ni por las personas más crédulas,
pero el protagonista siempre sostuvo que aquello que le sucedió fue real, que ni
fue el fruto de un mal sueño ni una
leyenda apropiada con la que cobrar notoriedad. Un suceso fantástico que
aconteció en una vieja casa en Tudela Agüeria hoy en franca ruina. Un suceso misterioso que sería
el primero de una serie de tres de naturaleza cuando menos inquietante, y de
los cuales del último yo mismo, incrédulo empedernido, fui testigo. Pero esos otros casos son historias diferentes
de la que hoy nos ocupa: el encuentro frente a frente entre dos seres de mundos
distintos. ¿Fantasía o realidad? ¿Antiguas supersticiones y creencias que nos
sugestionan una realidad distinta a la que vemos? Yo no lo sé. Juzguen ustedes, lectores.
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El protagonista de esta historia en los años 40: Juan, el veterano y menudo minero que aparece en el centro de la foto con el pitu en la boca y el pico al hombro. |
El encuentro
Juan
se despertó. Se incorporó levemente sobre los codos, escuchando atento inmerso
en la densa oscuridad que lo rodeaba. Se oía el continuo repiqueteo de la
lluvia sobre las tejas, el crujir ocasional de las viejas maderas de aquella
casa centenaria. Se oían las respiraciones, lentas y profundas, del resto de
los moradores de la casa que seguían sumidos en sus sueños. Y, también, el
bufido inquieto de las vacas que subía desde la cuadra.
Se
levantó de la cama sentándose al borde del colchón de lana mientras, con los
pies, tanteaba el suelo en busca de sus zapatillas. Ya calzado, se encaminó con
pasos lentos hacia la escalera que bajaba hasta la cocina y la cuadra. La tenue
luz rojiza de la mortecina lumbre que se consumía en la cocina de carbón y que
se colaba por el hueco de las escaleras bastaba para marcarle el camino a
seguir. Con el brazo extendido por delante tanteaba la pared que le servía de
guía. Tantas madrugadas levantándose a oscuras para acudir al tajo en la mina de
El Fornu, le proporcionaban seguridad suficiente como para encontrar el camino
sin necesidad de encender la vela de la palmatoria que descansaba sobre la
mesita, junto al cabecero de la cama. Sin embargo, esa noche era un poco más
pronto de lo habitual. Los quejidos nerviosos del ganado y una extraña
sensación en el cuerpo lo habían sacado de su descanso pese al cansancio de las
interminables jornadas de trabajo en las galerías y en las tierras.
Bajó
uno a uno, con paso lento pero firme, los escalones de madera que rechinaban
bajo el peso de su cuerpo menudo y fibroso. El resplandor de la lumbre
aumentaba a medida que se aproximaba a la planta baja. De repente, un olor acre
llegó hasta él. Un olor conocido pero extraño en aquel lugar. Un olor que le
produjo un profundo desasosiego.
Le
quedaban sólo tres escalones para llegar al piso de tierra de la cocina. La
puerta que comunicaba esta con la cuadra apenas quedaba a metro y medio de
distancia, pero ya no fue capaz de seguir. Se sintió paralizado.
Delante
de él, parado, se erguía un enorme perro de pelaje oscuro que lo miraba
firmemente. Sus ojos fulgían con destellos rojizos. Juan no era capaz de
distinguir si el brillo de esos ojos malignos provenía del reflejo de la luz
rojiza de la cocina de carbón o salía de lo más hondo de aquel animal.
Hombre
curtido por la dureza de la vida campesina, acostumbrado a pelear con la tierra
para arrancarle el oro negro que enriquecía a los patronos, superviviente en
dura posguerra, no se sentía capaz de reaccionar. No era hombre de iglesia,
pero delante de él reconoció a un ser demoniaco.
Sacando
fuerzas de lo más profundo de su miedo, consiguió levantar el brazo derecho,
acercándolo a la cara. Abrió la boca y, al tiempo que surgían las primeras
palabras de un Padrenuestro de su reseca garganta, comenzó con el ritual de la
persignación.
No
sabría decir en qué momento exacto ocurrió, pero en el transcurso de aquel
inesperado ataque de fervor religioso el perro emitió un último bufido y, entre
una nube de vapor sulfuroso, desapareció.
Con
el corazón acelerado terminó su plegaria y, poco a poco, se dejó caer sobre los
escalones, con los ojos abiertos y el miedo dentro. Sin moverse. Sin dejar de
mirar frente de sí sin ver, hasta que el amanecer diluyó las penumbras con los
primeros rayos de luz que se colaban a través de la ventana.
Cuando
el resto de los habitantes de la casa se levantaron se encontraron a Juan,
lívido y mudo, sentado en el tercer escalón de las escaleras. Frente a él,
sobre el suelo de tierra pisada de la cocina, un gran manchurrón negruzco y un
fuerte olor a azufre. Por más que le preguntaron, durante días se negó a decir
qué era lo que había ocurrido. Cuando lo conto, pocos le creyeron. Que si una
pesadilla, que si se había pasado con el vino, él, que era hombre de poco beber.
Pero Juan estaba seguro de todo cuanto había visto. Creía firmemente que se
había encontrado cara a cara con un ser que no era de este mundo.
Durante
muchos años, cada vez que se levantaba con la llegada del alba para comenzar la
jornada, bajaba las escaleras con el espíritu encogido, temiendo volver a
encontrarse cara a cara con aquel perro negro de ojos brillantes y halo
infernal.